El turno de noche siempre era el peor. Por eso ella siempre lo cogía. Cerrando a sus espaldas la puerta de la Clínica Thomas Wayne, la doctora Leslie Thompkins contempló con una sonrisa algo triste el mortecino sol que luchaba por alumbrar Gotham entre nubes naturales y artificiales. Un nuevo día, una nueva esperanza. Al menos a ella le gustaba verlo así. -¿La doctora Thompkins?- dijo una voz alegre a su lado. Leslie se giró sobresaltada. Su interlocutor era un hombre de piernas largas, sonrisa de triunfador y mirada de esperanza, vestido con un traje blanco y con unas curiosas gafas sin montura apoyadas sobre la nariz. Llevaba el pelo castaño peinado con raya a la antigua y una perilla sin bigote. -¿Le conozco?- preguntó ella con educación. -Tengo la esperanza de que me conozca- respondió el hombre, sacando una tarjeta del bolsillo de su chaqueta-. Reverendo Angus McGuyrich, de “La hora de la esperanza del hermano Angus”. Puede que haya visto mi programa. Haciendo acopio de toda su diplomacia, Leslie intentó encontrar una forma educada de decirle que no solía ver los programas de los telepredicadores. -Creo que no tengo el gusto- dijo finalmente. -Y yo tengo la esperanza de que alguna vez lo tenga- respondió McGuyrich sin perder la sonrisa-. Verá, mi programa se dedica a difundir mensajes de esperanza al mundo basándonos en testimonios reales. -Muy interesante- dijo Leslie, confiando en que fuese la respuesta correcta. -Tenía la esperanza de que se lo pareciese- replicó McGuyrich, mientras Leslie se preguntaba si era capaz de empezar una conversación sin utilizar la palabra “esperanza”-. La cuestión es que existen en Gotham dos personas que aportarían testimonios magníficos y muy útiles para mis feligreses. Uno es el señor Bruce Wayne, un hombre cuya vida fue destrozada en su niñez y que ha sabido reconstruirse a sí mismo. La otra es usted, doctora Thompkins, quizás el último faro de esperanza de esta ciudad. Para desgracia del reverendo, ninguno de estos comentarios agradó a Leslie. -El señor Wayne es un hombre muy fuerte que ha sufrido mucho- dijo-. Creo sinceramente que no querrá participar en su programa. Y en cuanto a mí, reverendo, supongo que comprenderá que no tengo demasiado tiempo libre, ya que dedico a la clínica todo el tiempo que me es humanamente posible. -Ah, pero doctora Thompkins, usted ha perdido la esperanza demasiado rápido- espetó McGuyrich, aún sonriendo-. Sobre el señor Wayne, sinceramente, le agradezco su opinión pero no cejaré en mi empeño hasta que reciba una respuesta suya. Y en cuanto a su tiempo libre, comprenderá que no le voy a pedir que venga a Nevada a grabar. Siendo un caso como el suyo, dispongo de una unidad móvil que, de hecho, ha venido conmigo. Así que incluso podría usted atendernos durante su trabajo… -No me distraigo durante mi trabajo- le interrumpió Leslie, y luego recuperó las buenas maneras-. Lo lamento, reverendo McGuyrich, pero lo que usted me pide me es imposible. Y sobre el señor Wayne, le conozco bien y creo poder afirmar que no obtendrá de él mejores resultados. Pero comprendo que quiera usted intentarlo. -Tenía la esperanza de que lo comprendiera- respondió con una sonrisa de humildad-. Le ruego conserve al menos mi tarjeta, si se lo piensa mejor tal vez podría llamarnos al estudio y participar en el programa por teléfono. Créame, su testimonio sería muy valioso para todos los que predican nuestra fe. Y dicho esto, depositó una tarjeta en el bolsillo del abrigo de Leslie, le besó la mano y se retiró con andares elásticos. Leslie permaneció unos segundos pensativa. -¡Reverendo!- le llamó. McGuyrich se detuvo y se giró. No parecía haber dejado de sonreír en ningún momento. -¿Y a qué fe se confiesa usted? -Doctora Thompkins, por favor- contestó, y por primera vez pareció brillar un poco de malicia en su sonrisa-. A la única y verdadera.
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